Cuando el árbol
nació no era más que una planta raquítica y mísera, destinada a morir
por la ley de la
vida. Pero el mundo pudo ver como aquella pequeña planta crecía y
luchaba por
sobrevivir para asombro de la propia naturaleza. Cuando fue algo mayor los
pájaros empezaron a
revolotear en torno a él. Algunos construyeron allí sus nidos.
Definitivamente no
era un árbol cualquiera, ni de ninguna especie que hubiera existido
ni que,
probablemente, existirá jamás.
Una noche, se desató
una tormenta terrible. Se oían los truenos, se veían relámpagos por
doquier y caía un
fuerte chaparrón. Entonces fue cuando un rayo cayó sobre algunas de
las ramas del árbol.
Éstas prendieron, avivando un fuego cálido en la gélida noche.
Unos hombres, de los
que hoy en día llamamos prehistóricos, que habían estado
observando con
curiosidad las llamas, se acercaron y arrancaron con cuidado las ramas
prendidas,
llevándose consigo la fuente de calor que tanto les impresionaba.
Pasaron muchos años
y un pequeño grupo de humanos se asentó no demasiado lejos de
donde se encontraba
el árbol. El poblado fue creciendo poco a poco. A veces, cerca de
un árbol vecino, por
la noche, un anciano contaba historias preciosas y llenas de
conocimiento y
sabiduría, a unos niños sentados alrededor del fuego entre risas y
lágrimas.
Había un joven
pastor que llevaba a pastar a su rebaño al prado cerca de la aldea. Todos
los días se sentaba
tranquilamente a la sombra del árbol, y éste le daba cobijo. Con el
tiempo se estableció
un vínculo especial entre ellos. El árbol vio convertirse al joven
pastor en muchacho y
seguir creciendo hasta convertirse en hombre y envejecer hasta
ser un anciano.
Hasta que un día no volvió a cobijarse a la sombra del árbol.
El poblado siguió
creciendo, pero nunca llegó ha estar muy cerca del árbol.
Una vez una muchacha
se le acercó. Era joven y muy bella. Estuvo toda la tarde sentada
apoyada en su
tronco, hasta que finalmente se alejó. Pero volvió sobre sus pasos para
escribir en su
corteza, con un carbón, el nombre de dos enamorados.
En lo alto del
horizonte, el árbol vio el duro trabajo de los hombres para construir un
castillo y una
fuerte muralla. Lo hacían con precisión y tardaron varios años, pero el
resultado era digno
de ser admirado. También construyeron una ermita al borde del
bosque, donde los
inofensivos monjes no causaban ningún daño a la naturaleza.
El destino quiso que
un día, bajo la luz del sol matutino, se pudiera ver como el castillo
ardía. Los
ambiciosos humanos ya habían formado sus enormes ejércitos de caballeros y
soldados.
Cuando el sol estuvo
alto, pudo ver el humo gris del fuego apagado gracias a toda la
gente que vivía
cerca.
Con el tiempo, los
hombres decidieron elevar un nuevo edificio. Con torres elevadas
hasta el cielo,
arcos y grandes vidrieras, el templo religioso se construyó de manera que
fue el edificio más
alto de todos.
Mucho más tarde se
construyó la primera fábrica y las vías del tren pasaban por la
ciudad. El ambiente
antes tan puro se ensució y los lamentos y protestas del bosque se
perdieron en el
viento.
Los habitantes de la
ciudad tardaron algún tiempo en restaurar el castillo y la ermita, y
más tarde, la
iglesia. Mucha gente visitaba estos monumentos y la ciudad se enriqueció.
El tren de vapor no
tardó demasiado en quedar en desuso, dejando paso a uno más
moderno. Las viejas
fábricas fueron sustituidas por otras nuevas.
Pero el crecimiento
de la población hizo que muchos animales tuvieran que emigrar al
corazón del bosque.
Las aguas del río antes frescas, limpias y cristalinas, volvieron
turbias y oscuras.
El aire, al principio puro, y que poco a poco se había ido ensuciando,
era escaso para el
árbol y el resto de sus compañeros.
En el crepúsculo de
un día cualquiera, sin apenas importancia, el árbol, resignándose a
morir, contempló por
última vez el paisaje, para notar después como se le escapaba la
vida mientras la
lluvia ácida caía sobre el lugar.
Bienvenidos al siglo
XXI.
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