jueves, 7 de marzo de 2013

"El canon de la perfección"


Compasión. La peor palabra que ella pudría escuchar en ese momento. Sus amigas la miraban con compasión. Había estado luchando por aprobar ese examen y todo había sido en vano. Sus mejillas se tornaron escarlatas y se escondió tras el jersey de cuello alto, esperando que pasara el mal rato.
Caminaba por la calle pisando firmemente cada baldosa del suelo. Masas de gente pasaban a su lado. Todas ajenas a sus preocupaciones. A la gente no le importaban sus problemas. Y pensándolo mejor, a ella tampoco le importan los problemas de los demás. Ese mismo mendigo, el de siempre, el que se sentaba a la puerta del supermercado, pasaba prácticamente desapercibido. Y por un momento se sintió mal. ¿Cómo podía ver a alguien en una situación tan penosa y no sentir, ni una pizca, de empatía? Continuó andando, pero esta vez a paso más lento. Cavilaba sobre su persona. ¿Era buena persona? No, ella no lo creía. Veía imágenes y solo se le antojaban como lo cotidiano. Ni empatía, ni pena, ni compasión. No, una buena persona debía tener esos sentimientos, aunque fuese cotidiano. Se mortificó durante días (tal vez semanas). De pronto, se había dado de bruces con su propio yo. Era ella, se reconocía, solo que no se había visto desde fuera.
En los estudios..., no, no era diestra en los estudios. Las mejillas se volvían carmesí una y otra vez. Por mas que lo intentaba no conseguía llegar a un simple aprobado. Se preguntaba qué camino iba a seguir. Porqué no modelo o actriz, como una de sus amigas. Podría serlo si fuera tan guapa. Pero no lo era. A toda su condena personal había que añadir que no se sentía a gusto con su imagen. Una cabellera demasiado lacia, unos labios muy finos,... Se miraba al espejo y claro que se reconocía. Era ella, la de siempre. Un rostro tan peculiar como espantoso, pensaba.
Una noche, yacía en la cama, cuando no pudo reprimir las lágrimas que no tardaron en desembocar en el llanto. Se incorporó y se enjugó las gotas de agua. Pidió ser mejor estudiante. Pidió ser buena persona. Pidió ser más bella.
El sol de la mañana le despertó. En el momento en que miró el espejo, no se reconoció. Una melena bonita y brillante, unas pestañas más largas, unos labios en su punto medio. Ella nunca había sido así. Mas en el transcurso del día nadie pareció darse cuenta de su cambio. Incluso alguno le miró sorprendido, pero no precisamente por ser distinta a como había sido. Ese mismo día pasó al lado del supermercado donde mendigaba el hombre. Sintió pena. Pobre hombre, pensó. Fue cuando siguió su camino, cuando se percató de que acababa de sentir compasión, sin tener que pensar en ello directamente. O lo que es lo mismo, sin verse forzada.
Transcurrió algún tiempo y sus calificaciones mejoraron. Era más bondadosa y agradable y nunca dirigía una mala palabra a nadie. Y su belleza no menguó. La gente la admiraba. Todos la subieron a un pedestal. Decían que no había mejor persona que pisara un mismo suelo. Todo habría tenido que ser un camino de rosas para ella. Sin embargo no fue así. La gente le paraba por la calle para admirar su belleza. Muchas personas aclamaban su inteligencia y otras tantas tenían en mucho su amable persona. Y esto se acrecentó día a día. Se convirtió en una figura muy popular. Llegó hasta tal punto que ni tan siquiera sus propios padres la dejaban respirar tranquila. Empezó a no encontrarse bien. Comía y dormía menos. Para los demás seguía siendo igual de perfecta. Un día especialmente agobiante, corrió hacia su habitación para encerrarse. Se dejó caer sobre la cama y volvió a  analizarse desde fuera, esta vez minuciosamente. ¿En qué se había convertido? Era la perfecta hija, la perfecta amiga,... perfecta. Precisamente eso. Perfecta. No hallaba su punto débil. En todas las áreas se manejaba, mejor o peor. No sabía cuales eran sus defectos, parecía que no los tenía. Esa perfección la había convertido en una chica totalmente distinta. Se había esfumado su personalidad. No tenía errores, no estaba de mal humor por las mañanas, no contestaba a sus padres,... Intentó recordar como era antes, mas a veces lo dudaba. No sabía muy bien como respondía cuando la criticaban o cuando alguien no le caía bien. Se le nublaba la mente. Ya no recordaba como fue antes, a penas si existió un antes. Le inundó la tristeza, echando de menos su forma de ser. Entre sollozos, lamentos y melancolía. Acogiéndose a su última voluntad, quiso morir.



domingo, 3 de marzo de 2013

"La cueva de arena"


En aquellas mañanas me despertaba con el mismo ruido. Era como un eco que iba acercándose. La obra iba muy lenta. Al principio no era más que un terreno accidentado, en cuanto a colinas y llanuras se refiere, pero poco apoco avanzaba. Yo esperaba que acabaran pronto desde que empezaron. Soy de sueño muy sensible y en aquella época acostumbraba a levantarme muy tarde. No necesitaba levantarme cuando despuntaba el alba ya que ya no estudiaba y estaba en paro. Me dedicaba a observar desde mi ventana a la ciudad. Vivía en un trance de melancolía que me mantenía días sin salir de casa.
Aquella mañana fue diferente. Habían llegado las excavadoras con su estruendo continuo. Así estuvieron hasta media tarde, cuando se armó un gran revuelo. Los trabajadores gritaron escandalizados y los capataces corrían a ver lo sucedido.
 Una excavadora se había quedado encajada en algo. Parecía haber tocado una roca o algo similar. Muchos hombres fueron los que se colocaron alrededor. La verdad es que siempre me parecieron una colonia de hormigas trabajando a destajo. El resultado de arrancar el brazo de la máquina a la tierra fue la caída de unos diez trabajadores en un hueco abierto en el terreno. Poco después aparecieron la policía, un par de ambulancias y los bomberos que rescataron a los del mono azul. Por suerte ninguno murió ni resultó herido demasiado grave, mas cercaron el agujero. Había algo extraño, no sabía decir el qué, pero supe que aquella concavidad no albergaba simplemente rocas tierra y polvo. No tardé en saber que bajaría allí para averiguar la incógnita. Fue ya, prácticamente de noche, cuando bajé a mi trastero a por mi buena linterna de alpinista. Introduje la llave en la cerradura con facilidad, pero no fue tan fácil abrir la puerta. Cuando lo conseguí, descubrí que un palo se había caído trabando la puerta, que cerré tras de mí. Cerca de la pared, un considerable hueco había hecho una brecha en ella. Busqué la linterna y sin más preámbulos me sumergí en aquel hueco. Tardé un poco en acostumbrarme a la escasa luminosidad. Caminé por un pasadizo que en varias ocasiones se me antojó pavorosa entrada al infierno. Daba a una gran cueva. Allí también había un túnel que ascendía. Subí por el estrecho pasadizo, con notable dificultad. Me quedé perpleja al ver el vasto terreno de la obra. Me deslicé otra vez hacia el interior. Fue una aparatosa caída: el túnel descendía muy inclinado, como en las minas. Recorrí la cueva entre estalagmitas y estalactitas y el murmullo del agua. Por primera vez, me fijé bien. Divisé un manantial. Era enorme. Y alrededor había multitud de arena fina e inmaculada. Era sorprendente, me dejó con la boca abierta. ¿Cómo era posible que algo tan bello apareciera en ese lugar? Desde entonces me sentí viva de verdad y no la flor marchita que lo había hecho hasta entonces. Podía sentir las frías rocas, oír el goteo del agua y sus murmullos, acariciar la fresca arcilla, ¡tocar suavemente mil granos de arena! Podía sentir como la cueva me llamaba en la semioscuridad. Mi alma flotaba conmigo en el ambiente. Esa noche volví a casa levitando sobre el suelo; dormí profundamente y no desperté hasta el atardecer.
Me levanté de un brinco de la cama y preparé mi nueva excursión. No se como llamaron a la cueva tan especial. A mí me gustaba llamarla Cueva de Arena. Entre en sus profundidades por el acceso de mi trastero. Me sumergí en la penumbra. Al llegar a la cámara central descubrí un pasadizo secundario y me introducí en él. Sabía que alguien había estado allí. Anduve varias horas, mas al no hallar final, decidí volver al día siguiente con más tiempo. Así lo hice. Recorrí el pasadizo secundario. Llegado un momento se notaba como había sido escarbado por la mano humana y el suelo estaba adoquinado. Se comunicaba con salas combinadas entre si. Y no podría describir el horror que hallé en ellas. Solo cabe decir que había más de mil cadáveres medio momificados. Madres, jóvenes , ancianos, ...familias enteras y los utensilios y armas que los acompañaban. Era todo ello un ello un cementerio bestial. Me paré un istante ante un cuerpo. Parecía sonreírme macabramente; tenía una madera astillada en la punta atravesándole el pecho. Estuve a punto de vomitar. Recorrí aquellos recuerdos que parecían molestarse con mi presencia. Algunos estaban mutilados horriblemente. Otros estaban como un bebé que encontré en una postura antinatural con la boca muy abierta. Algunos simplemente reflejaban sufrimiento. Conocí que eran de tiempos de guerra, del bando republicano. Y todos ellos habían sucumbido sabe Dios como. Era horrible. Los lamentos ahogaban las paredes. Gotas de cristal mojaban mi rostro. Corrí, huí hacia la salida. No había llegado al principio de la cueva cuando mi reloj me aviso que eran las nueve y media de la mañana. Intenté salir, no pude. Las cajas de mi trastero habían sellado la salida. Corrí hacia la alternativa. ¡No! Roca y polvo recorrían el agujero, estaban tapándolo. Me había quedado atrapada. Grité y berreé a pleno pulmón, mas mis suplicas implorantes se perdieron en el vacío.
Sobreviví algún tiempo. A menudo me abrazaba a las piedras y escuchaba la cueva. Bebía del manantial el agua pura. Mas poco a poco me convertí más en estalagmita que en mujer, hasta que vi la oscuridad total.



sábado, 2 de marzo de 2013

Cuando yo fuí pequeño (el toro versión 2)


Cuando yo fui pequeño, los niños del pueblo pasamos las horas en la calle y muchas veces nos alimentamos de sueños, juegos y alegría. En aquella época todo fue posible. Pues no tuvimos la experiencia necesaria para demostrar lo contrario. Entre risas crecimos. Entre risas empezamos a  mirar a nuestro alrededor. Entre risas recorrimos medio mundo y fuimos quienes queríamos ser. Los días de diario fuimos a la escuela, para escuchar largas lecciones de matemáticas, lengua,… Aguardamos, impacientes la mayoría de las veces, desesperanzados otras tantas, la hora de poder volver a la calle. Y continuar riendo. Y continuar soñando. Y continuar jugando. Pero por propia experiencia puedo decir que todo no fue un camino de rosas. Como todo ser humano lloré. Y vaya que si lloré: cuando llegaba tarde a casa, sartenazo de la abuela; llegaba tarde a comer, reprimenda de la madre; desobedecía todo lo anterior, castigo y manotazo del padre. Ciertamente en la calle pasamos el tiempo sin tener noción de él. Así que, siempre tarde y siempre sartenazo, reprimenda y de un manotazo castigado. Supongo que a los otros chicos no les fue mucho mejor. Todo ello fue un gran vendaval que barrió toda sonrisa y provocó llantos, llantos y tristeza. Recuerdo especialmente una vez que lo pasé realmente mal:
Ocurrió en  la primera semana de diciembre. Lo que empezaron siendo unos finísimos copos acabó en un espeso manto de nieve. Se nos pusieron los dientes largos solo ver el resplandor cegador y la capa inmaculada. Todos salimos corriendo a la calle y emprendimos una batalla de bolas de nieve. Ese día no hubo escuela y la alegría no pudo ser mayor. Pasado el fervor inicial, nos dirigimos al prado de las amapolas. Yo al principio refunfuñando. Ser el hermano mayor implica una serie de inconvenientes como tener que llevar a rastras a tu hermana pequeña. Mas la blanca nieve compensó todos los males. Aquel prado, llamado el de las amapolas pues en primavera se cubría de centenares de ellas, nos deslumbró especialmente. Lo creímos la encarnación de la belleza o de alguna divinidad. Eso no importó. A lo que si dimos importancia, que nos hizo lucir una sonrisilla diabólica, fue al hecho de tener ante nosotros un vasto prado ahogado en la nieve, con un enorme toro intentando pastar, en vano, en el centro. A la carrera, todos bombardeamos al animal con bolas de nieve (muchas veces hielo por la compactación). El asustado toro, por los impactos de la nieve-hielo y nuestro jolgorio, empezó a alterarse y mostrar sus cuernos ante la amenaza. Antes de que pudiera terminar su defensa, salimos todos corriendo en diversos sentidos. Había corrido ya un buen rato en el momento en el que me paré en seco y recordé que llevaba a mi hermana de carga. Me quedé solo y atemorizado por lo que le hubiera podido pasar. Empecé a llamarla por todas partes y preocuparme por su ausencia. Los demás desaparecieron. Y a mí se puso la carne de gallina solo pensar la bronca que me echarían en casa si decía que había perdido a mi hermana. Ya lo vi: sartenazo, reprimenda y de un manotazo (o dos, o tres, en este caso) media vida castigado. ¿Por dónde rondó mi pequeña y estúpida hermana? No paré de buscarla. Si en el fondo, aunque me costó mucho reconocerlo, quise a esa pequeñaja con eterna cara de muñeca rota. Si la pasaba algo, sería el primero en romper a llorar. Estuve al borde del verdadero llanto, pero allí apareció, detrás de un árbol y riéndose de cómo el toro quedó amarrado por los cuernos entre troncos caídos. Le dije que nos fuéramos cuanto antes de ese lugar. Esperé que el incidente pudiera pasar desapercibido…