Cuando yo
fui pequeño, los niños del pueblo pasamos las horas en la calle y muchas veces
nos alimentamos de sueños, juegos y alegría. En aquella época todo fue posible.
Pues no tuvimos la experiencia necesaria para demostrar lo contrario. Entre
risas crecimos. Entre risas empezamos a
mirar a nuestro alrededor. Entre risas recorrimos medio mundo y fuimos
quienes queríamos ser. Los días de diario fuimos a la escuela, para escuchar
largas lecciones de matemáticas, lengua,… Aguardamos, impacientes la mayoría de
las veces, desesperanzados otras tantas, la hora de poder volver a la calle. Y
continuar riendo. Y continuar soñando. Y continuar jugando. Pero por propia
experiencia puedo decir que todo no fue un camino de rosas. Como todo ser
humano lloré. Y vaya que si lloré: cuando llegaba tarde a casa, sartenazo de la
abuela; llegaba tarde a comer, reprimenda de la madre; desobedecía todo lo
anterior, castigo y manotazo del padre. Ciertamente en la calle pasamos el
tiempo sin tener noción de él. Así que, siempre tarde y siempre sartenazo,
reprimenda y de un manotazo castigado. Supongo que a los otros chicos no les
fue mucho mejor. Todo ello fue un gran vendaval que barrió toda sonrisa y
provocó llantos, llantos y tristeza. Recuerdo especialmente una vez que lo pasé
realmente mal:
Ocurrió en la primera semana de diciembre. Lo que
empezaron siendo unos finísimos copos acabó en un espeso manto de nieve. Se nos
pusieron los dientes largos solo ver el resplandor cegador y la capa
inmaculada. Todos salimos corriendo a la calle y emprendimos una batalla de
bolas de nieve. Ese día no hubo escuela y la alegría no pudo ser mayor. Pasado
el fervor inicial, nos dirigimos al prado de las amapolas. Yo al principio
refunfuñando. Ser el hermano mayor implica una serie de inconvenientes como
tener que llevar a rastras a tu hermana pequeña. Mas la blanca nieve compensó
todos los males. Aquel prado, llamado el de las amapolas pues en primavera se
cubría de centenares de ellas, nos deslumbró especialmente. Lo creímos la
encarnación de la belleza o de alguna divinidad. Eso no importó. A lo que si
dimos importancia, que nos hizo lucir una sonrisilla diabólica, fue al hecho de
tener ante nosotros un vasto prado ahogado en la nieve, con un enorme toro
intentando pastar, en vano, en el centro. A la carrera, todos bombardeamos al
animal con bolas de nieve (muchas veces hielo por la compactación). El asustado
toro, por los impactos de la nieve-hielo y nuestro jolgorio, empezó a alterarse
y mostrar sus cuernos ante la amenaza. Antes de que pudiera terminar su
defensa, salimos todos corriendo en diversos sentidos. Había corrido ya un buen
rato en el momento en el que me paré en seco y recordé que llevaba a mi hermana
de carga. Me quedé solo y atemorizado por lo que le hubiera podido pasar.
Empecé a llamarla por todas partes y preocuparme por su ausencia. Los demás
desaparecieron. Y a mí se puso la carne de gallina solo pensar la bronca que me
echarían en casa si decía que había perdido a mi hermana. Ya lo vi: sartenazo,
reprimenda y de un manotazo (o dos, o tres, en este caso) media vida castigado.
¿Por dónde rondó mi pequeña y estúpida hermana? No paré de buscarla. Si en el
fondo, aunque me costó mucho reconocerlo, quise a esa pequeñaja con eterna cara
de muñeca rota. Si la pasaba algo, sería el primero en romper a llorar. Estuve
al borde del verdadero llanto, pero allí apareció, detrás de un árbol y
riéndose de cómo el toro quedó amarrado por los cuernos entre troncos caídos.
Le dije que nos fuéramos cuanto antes de ese lugar. Esperé que el incidente
pudiera pasar desapercibido…
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