jueves, 7 de marzo de 2013

"El canon de la perfección"


Compasión. La peor palabra que ella pudría escuchar en ese momento. Sus amigas la miraban con compasión. Había estado luchando por aprobar ese examen y todo había sido en vano. Sus mejillas se tornaron escarlatas y se escondió tras el jersey de cuello alto, esperando que pasara el mal rato.
Caminaba por la calle pisando firmemente cada baldosa del suelo. Masas de gente pasaban a su lado. Todas ajenas a sus preocupaciones. A la gente no le importaban sus problemas. Y pensándolo mejor, a ella tampoco le importan los problemas de los demás. Ese mismo mendigo, el de siempre, el que se sentaba a la puerta del supermercado, pasaba prácticamente desapercibido. Y por un momento se sintió mal. ¿Cómo podía ver a alguien en una situación tan penosa y no sentir, ni una pizca, de empatía? Continuó andando, pero esta vez a paso más lento. Cavilaba sobre su persona. ¿Era buena persona? No, ella no lo creía. Veía imágenes y solo se le antojaban como lo cotidiano. Ni empatía, ni pena, ni compasión. No, una buena persona debía tener esos sentimientos, aunque fuese cotidiano. Se mortificó durante días (tal vez semanas). De pronto, se había dado de bruces con su propio yo. Era ella, se reconocía, solo que no se había visto desde fuera.
En los estudios..., no, no era diestra en los estudios. Las mejillas se volvían carmesí una y otra vez. Por mas que lo intentaba no conseguía llegar a un simple aprobado. Se preguntaba qué camino iba a seguir. Porqué no modelo o actriz, como una de sus amigas. Podría serlo si fuera tan guapa. Pero no lo era. A toda su condena personal había que añadir que no se sentía a gusto con su imagen. Una cabellera demasiado lacia, unos labios muy finos,... Se miraba al espejo y claro que se reconocía. Era ella, la de siempre. Un rostro tan peculiar como espantoso, pensaba.
Una noche, yacía en la cama, cuando no pudo reprimir las lágrimas que no tardaron en desembocar en el llanto. Se incorporó y se enjugó las gotas de agua. Pidió ser mejor estudiante. Pidió ser buena persona. Pidió ser más bella.
El sol de la mañana le despertó. En el momento en que miró el espejo, no se reconoció. Una melena bonita y brillante, unas pestañas más largas, unos labios en su punto medio. Ella nunca había sido así. Mas en el transcurso del día nadie pareció darse cuenta de su cambio. Incluso alguno le miró sorprendido, pero no precisamente por ser distinta a como había sido. Ese mismo día pasó al lado del supermercado donde mendigaba el hombre. Sintió pena. Pobre hombre, pensó. Fue cuando siguió su camino, cuando se percató de que acababa de sentir compasión, sin tener que pensar en ello directamente. O lo que es lo mismo, sin verse forzada.
Transcurrió algún tiempo y sus calificaciones mejoraron. Era más bondadosa y agradable y nunca dirigía una mala palabra a nadie. Y su belleza no menguó. La gente la admiraba. Todos la subieron a un pedestal. Decían que no había mejor persona que pisara un mismo suelo. Todo habría tenido que ser un camino de rosas para ella. Sin embargo no fue así. La gente le paraba por la calle para admirar su belleza. Muchas personas aclamaban su inteligencia y otras tantas tenían en mucho su amable persona. Y esto se acrecentó día a día. Se convirtió en una figura muy popular. Llegó hasta tal punto que ni tan siquiera sus propios padres la dejaban respirar tranquila. Empezó a no encontrarse bien. Comía y dormía menos. Para los demás seguía siendo igual de perfecta. Un día especialmente agobiante, corrió hacia su habitación para encerrarse. Se dejó caer sobre la cama y volvió a  analizarse desde fuera, esta vez minuciosamente. ¿En qué se había convertido? Era la perfecta hija, la perfecta amiga,... perfecta. Precisamente eso. Perfecta. No hallaba su punto débil. En todas las áreas se manejaba, mejor o peor. No sabía cuales eran sus defectos, parecía que no los tenía. Esa perfección la había convertido en una chica totalmente distinta. Se había esfumado su personalidad. No tenía errores, no estaba de mal humor por las mañanas, no contestaba a sus padres,... Intentó recordar como era antes, mas a veces lo dudaba. No sabía muy bien como respondía cuando la criticaban o cuando alguien no le caía bien. Se le nublaba la mente. Ya no recordaba como fue antes, a penas si existió un antes. Le inundó la tristeza, echando de menos su forma de ser. Entre sollozos, lamentos y melancolía. Acogiéndose a su última voluntad, quiso morir.



domingo, 3 de marzo de 2013

"La cueva de arena"


En aquellas mañanas me despertaba con el mismo ruido. Era como un eco que iba acercándose. La obra iba muy lenta. Al principio no era más que un terreno accidentado, en cuanto a colinas y llanuras se refiere, pero poco apoco avanzaba. Yo esperaba que acabaran pronto desde que empezaron. Soy de sueño muy sensible y en aquella época acostumbraba a levantarme muy tarde. No necesitaba levantarme cuando despuntaba el alba ya que ya no estudiaba y estaba en paro. Me dedicaba a observar desde mi ventana a la ciudad. Vivía en un trance de melancolía que me mantenía días sin salir de casa.
Aquella mañana fue diferente. Habían llegado las excavadoras con su estruendo continuo. Así estuvieron hasta media tarde, cuando se armó un gran revuelo. Los trabajadores gritaron escandalizados y los capataces corrían a ver lo sucedido.
 Una excavadora se había quedado encajada en algo. Parecía haber tocado una roca o algo similar. Muchos hombres fueron los que se colocaron alrededor. La verdad es que siempre me parecieron una colonia de hormigas trabajando a destajo. El resultado de arrancar el brazo de la máquina a la tierra fue la caída de unos diez trabajadores en un hueco abierto en el terreno. Poco después aparecieron la policía, un par de ambulancias y los bomberos que rescataron a los del mono azul. Por suerte ninguno murió ni resultó herido demasiado grave, mas cercaron el agujero. Había algo extraño, no sabía decir el qué, pero supe que aquella concavidad no albergaba simplemente rocas tierra y polvo. No tardé en saber que bajaría allí para averiguar la incógnita. Fue ya, prácticamente de noche, cuando bajé a mi trastero a por mi buena linterna de alpinista. Introduje la llave en la cerradura con facilidad, pero no fue tan fácil abrir la puerta. Cuando lo conseguí, descubrí que un palo se había caído trabando la puerta, que cerré tras de mí. Cerca de la pared, un considerable hueco había hecho una brecha en ella. Busqué la linterna y sin más preámbulos me sumergí en aquel hueco. Tardé un poco en acostumbrarme a la escasa luminosidad. Caminé por un pasadizo que en varias ocasiones se me antojó pavorosa entrada al infierno. Daba a una gran cueva. Allí también había un túnel que ascendía. Subí por el estrecho pasadizo, con notable dificultad. Me quedé perpleja al ver el vasto terreno de la obra. Me deslicé otra vez hacia el interior. Fue una aparatosa caída: el túnel descendía muy inclinado, como en las minas. Recorrí la cueva entre estalagmitas y estalactitas y el murmullo del agua. Por primera vez, me fijé bien. Divisé un manantial. Era enorme. Y alrededor había multitud de arena fina e inmaculada. Era sorprendente, me dejó con la boca abierta. ¿Cómo era posible que algo tan bello apareciera en ese lugar? Desde entonces me sentí viva de verdad y no la flor marchita que lo había hecho hasta entonces. Podía sentir las frías rocas, oír el goteo del agua y sus murmullos, acariciar la fresca arcilla, ¡tocar suavemente mil granos de arena! Podía sentir como la cueva me llamaba en la semioscuridad. Mi alma flotaba conmigo en el ambiente. Esa noche volví a casa levitando sobre el suelo; dormí profundamente y no desperté hasta el atardecer.
Me levanté de un brinco de la cama y preparé mi nueva excursión. No se como llamaron a la cueva tan especial. A mí me gustaba llamarla Cueva de Arena. Entre en sus profundidades por el acceso de mi trastero. Me sumergí en la penumbra. Al llegar a la cámara central descubrí un pasadizo secundario y me introducí en él. Sabía que alguien había estado allí. Anduve varias horas, mas al no hallar final, decidí volver al día siguiente con más tiempo. Así lo hice. Recorrí el pasadizo secundario. Llegado un momento se notaba como había sido escarbado por la mano humana y el suelo estaba adoquinado. Se comunicaba con salas combinadas entre si. Y no podría describir el horror que hallé en ellas. Solo cabe decir que había más de mil cadáveres medio momificados. Madres, jóvenes , ancianos, ...familias enteras y los utensilios y armas que los acompañaban. Era todo ello un ello un cementerio bestial. Me paré un istante ante un cuerpo. Parecía sonreírme macabramente; tenía una madera astillada en la punta atravesándole el pecho. Estuve a punto de vomitar. Recorrí aquellos recuerdos que parecían molestarse con mi presencia. Algunos estaban mutilados horriblemente. Otros estaban como un bebé que encontré en una postura antinatural con la boca muy abierta. Algunos simplemente reflejaban sufrimiento. Conocí que eran de tiempos de guerra, del bando republicano. Y todos ellos habían sucumbido sabe Dios como. Era horrible. Los lamentos ahogaban las paredes. Gotas de cristal mojaban mi rostro. Corrí, huí hacia la salida. No había llegado al principio de la cueva cuando mi reloj me aviso que eran las nueve y media de la mañana. Intenté salir, no pude. Las cajas de mi trastero habían sellado la salida. Corrí hacia la alternativa. ¡No! Roca y polvo recorrían el agujero, estaban tapándolo. Me había quedado atrapada. Grité y berreé a pleno pulmón, mas mis suplicas implorantes se perdieron en el vacío.
Sobreviví algún tiempo. A menudo me abrazaba a las piedras y escuchaba la cueva. Bebía del manantial el agua pura. Mas poco a poco me convertí más en estalagmita que en mujer, hasta que vi la oscuridad total.



sábado, 2 de marzo de 2013

Cuando yo fuí pequeño (el toro versión 2)


Cuando yo fui pequeño, los niños del pueblo pasamos las horas en la calle y muchas veces nos alimentamos de sueños, juegos y alegría. En aquella época todo fue posible. Pues no tuvimos la experiencia necesaria para demostrar lo contrario. Entre risas crecimos. Entre risas empezamos a  mirar a nuestro alrededor. Entre risas recorrimos medio mundo y fuimos quienes queríamos ser. Los días de diario fuimos a la escuela, para escuchar largas lecciones de matemáticas, lengua,… Aguardamos, impacientes la mayoría de las veces, desesperanzados otras tantas, la hora de poder volver a la calle. Y continuar riendo. Y continuar soñando. Y continuar jugando. Pero por propia experiencia puedo decir que todo no fue un camino de rosas. Como todo ser humano lloré. Y vaya que si lloré: cuando llegaba tarde a casa, sartenazo de la abuela; llegaba tarde a comer, reprimenda de la madre; desobedecía todo lo anterior, castigo y manotazo del padre. Ciertamente en la calle pasamos el tiempo sin tener noción de él. Así que, siempre tarde y siempre sartenazo, reprimenda y de un manotazo castigado. Supongo que a los otros chicos no les fue mucho mejor. Todo ello fue un gran vendaval que barrió toda sonrisa y provocó llantos, llantos y tristeza. Recuerdo especialmente una vez que lo pasé realmente mal:
Ocurrió en  la primera semana de diciembre. Lo que empezaron siendo unos finísimos copos acabó en un espeso manto de nieve. Se nos pusieron los dientes largos solo ver el resplandor cegador y la capa inmaculada. Todos salimos corriendo a la calle y emprendimos una batalla de bolas de nieve. Ese día no hubo escuela y la alegría no pudo ser mayor. Pasado el fervor inicial, nos dirigimos al prado de las amapolas. Yo al principio refunfuñando. Ser el hermano mayor implica una serie de inconvenientes como tener que llevar a rastras a tu hermana pequeña. Mas la blanca nieve compensó todos los males. Aquel prado, llamado el de las amapolas pues en primavera se cubría de centenares de ellas, nos deslumbró especialmente. Lo creímos la encarnación de la belleza o de alguna divinidad. Eso no importó. A lo que si dimos importancia, que nos hizo lucir una sonrisilla diabólica, fue al hecho de tener ante nosotros un vasto prado ahogado en la nieve, con un enorme toro intentando pastar, en vano, en el centro. A la carrera, todos bombardeamos al animal con bolas de nieve (muchas veces hielo por la compactación). El asustado toro, por los impactos de la nieve-hielo y nuestro jolgorio, empezó a alterarse y mostrar sus cuernos ante la amenaza. Antes de que pudiera terminar su defensa, salimos todos corriendo en diversos sentidos. Había corrido ya un buen rato en el momento en el que me paré en seco y recordé que llevaba a mi hermana de carga. Me quedé solo y atemorizado por lo que le hubiera podido pasar. Empecé a llamarla por todas partes y preocuparme por su ausencia. Los demás desaparecieron. Y a mí se puso la carne de gallina solo pensar la bronca que me echarían en casa si decía que había perdido a mi hermana. Ya lo vi: sartenazo, reprimenda y de un manotazo (o dos, o tres, en este caso) media vida castigado. ¿Por dónde rondó mi pequeña y estúpida hermana? No paré de buscarla. Si en el fondo, aunque me costó mucho reconocerlo, quise a esa pequeñaja con eterna cara de muñeca rota. Si la pasaba algo, sería el primero en romper a llorar. Estuve al borde del verdadero llanto, pero allí apareció, detrás de un árbol y riéndose de cómo el toro quedó amarrado por los cuernos entre troncos caídos. Le dije que nos fuéramos cuanto antes de ese lugar. Esperé que el incidente pudiera pasar desapercibido…



jueves, 28 de febrero de 2013

"El toro"


Cuando yo fui pequeño, los niños del pueblo pasamos las horas en la calle y muchas veces nos alimentamos de sueños, juegos y alegría. En aquella época todo fue posible. Pues no tuvimos la experiencia necesaria para demostrar lo contrario. Entre risas crecimos. Entre risas empezamos a  mirar a nuestro alrededor. Entre risas recorrimos medio mundo y fuimos quienes queríamos ser. Los días de diario fuimos a la escuela, para escuchar largas lecciones de matemáticas, lengua,… Aguardamos, impacientes la mayoría de las veces, desesperanzados otras tantas, la hora de poder volver a la calle. Y continuar riendo. Y continuar soñando. Y continuar jugando. Pero por propia experiencia puedo decir que todo no fue un camino de rosas. Como todo ser humano lloré. Y vaya que si lloré: cuando llegaba tarde a casa, sartenazo de la abuela; llegaba tarde a comer, reprimenda de la madre; desobedecía todo lo anterior, castigo y manotazo del padre. Ciertamente en la calle pasamos el tiempo sin tener noción de él. Así que, siempre tarde y siempre sartenazo, reprimenda y de un manotazo castigado. Supongo que a los otros chicos no les fue mucho mejor. Todo ello fue un gran vendaval que barrió toda sonrisa y provocó llantos, llantos y tristeza. Recuerdo especialmente una vez que lo pasé realmente mal:
Ocurrió en  la primera semana de diciembre. Lo que empezaron siendo unos finísimos copos acabó en un espeso manto de nieve. Se nos pusieron los dientes largos solo ver el resplandor cegador y la capa inmaculada. Todos salimos corriendo a la calle y emprendimos una batalla de bolas de nieve. Ese día no hubo escuela y la alegría no pudo ser mayor. Pasado el fervor inicial, nos dirigimos al prado de las amapolas. Yo al principio refunfuñando. Ser el hermano mayor implica una serie de inconvenientes como tener que llevar a rastras a tu hermana pequeña. Mas la blanca nieve compensó todos los males. Aquel prado, llamado el de las amapolas pues en primavera se cubría de centenares de ellas, nos deslumbró especialmente. Lo creímos la encarnación de la belleza o de alguna divinidad. Eso no importó. A lo que si dimos importancia, que nos hizo lucir una sonrisilla diabólica, fue al hecho de tener ante nosotros un vasto prado ahogado en la nieve, con un enorme toro intentando pastar, en vano, en el centro. A la carrera, todos bombardeamos al animal con bolas de nieve (muchas veces hielo por la compactación). El asustado toro, por los impactos de la nieve-hielo y nuestro jolgorio, empezó a alterarse y mostrar sus cuernos ante la amenaza. Antes de que pudiera terminar su defensa, salimos todos corriendo en diversos sentidos. Había corrido ya un buen rato en el momento en el que me paré en seco y recordé que llevaba a mi hermana de carga. Me quedé solo y atemorizado por lo que le hubiera podido pasar. Empecé a llamarla por todas partes y preocuparme por su ausencia. Los demás desaparecieron. Y a mí se puso la carne de gallina solo pensar la bronca que me echarían en casa si decía que había perdido a mi hermana. Ya lo vi: sartenazo, reprimenda y de un manotazo (o dos, o tres, en este caso) media vida castigado. ¿Por dónde rondó mi pequeña y estúpida hermana? No paré de buscarla. Si en el fondo, aunque me costó mucho reconocerlo, quise a esa pequeñaja con eterna cara de muñeca rota. Si la pasaba algo, sería el primero en romper a llorar. Estuve al borde del verdadero llanto, pero allí apareció, detrás de un árbol y riéndose de cómo el toro quedó amarrado por los cuernos entre troncos caídos. Le dije que nos fuéramos cuanto antes de ese lugar. Esperé que el incidente pudiera pasar desapercibido…

"El árbol de la humanidad"


Cuando el árbol nació no era más que una planta raquítica y mísera, destinada a morir 

por la ley de la vida. Pero el mundo pudo ver como aquella pequeña planta crecía y

luchaba por sobrevivir para asombro de la propia naturaleza. Cuando fue algo mayor los 

pájaros empezaron a revolotear en torno a él. Algunos construyeron allí sus nidos.

Definitivamente no era un árbol cualquiera, ni de ninguna especie que hubiera existido

ni que, probablemente, existirá jamás.

Una noche, se desató una tormenta terrible. Se oían los truenos, se veían relámpagos por

doquier y caía un fuerte chaparrón. Entonces fue cuando un rayo cayó sobre algunas de

las ramas del árbol. Éstas prendieron, avivando un fuego cálido en la gélida noche.

Unos hombres, de los que hoy en día llamamos prehistóricos, que habían estado

observando con curiosidad las llamas, se acercaron y arrancaron con cuidado las ramas

prendidas, llevándose consigo la fuente de calor que tanto les impresionaba.

Pasaron muchos años y un pequeño grupo de humanos se asentó no demasiado lejos de

donde se encontraba el árbol. El poblado fue creciendo poco a poco. A veces, cerca de

un árbol vecino, por la noche, un anciano contaba historias preciosas y llenas de

conocimiento y sabiduría, a unos niños sentados alrededor del fuego entre risas y

lágrimas.

Había un joven pastor que llevaba a pastar a su rebaño al prado cerca de la aldea. Todos

los días se sentaba tranquilamente a la sombra del árbol, y éste le daba cobijo. Con el

tiempo se estableció un vínculo especial entre ellos. El árbol vio convertirse al joven

pastor en muchacho y seguir creciendo hasta convertirse en hombre y envejecer hasta

ser un anciano. Hasta que un día no volvió a cobijarse a la sombra del árbol.

El poblado siguió creciendo, pero nunca llegó ha estar muy cerca del árbol.

Una vez una muchacha se le acercó. Era joven y muy bella. Estuvo toda la tarde sentada

apoyada en su tronco, hasta que finalmente se alejó. Pero volvió sobre sus pasos para

escribir en su corteza, con un carbón, el nombre de dos enamorados.

En lo alto del horizonte, el árbol vio el duro trabajo de los hombres para construir un

castillo y una fuerte muralla. Lo hacían con precisión y tardaron varios años, pero el

resultado era digno de ser admirado. También construyeron una ermita al borde del

bosque, donde los inofensivos monjes no causaban ningún daño a la naturaleza.

El destino quiso que un día, bajo la luz del sol matutino, se pudiera ver como el castillo

ardía. Los ambiciosos humanos ya habían formado sus enormes ejércitos de caballeros y

soldados.

Cuando el sol estuvo alto, pudo ver el humo gris del fuego apagado gracias a toda la

gente que vivía cerca.

Con el tiempo, los hombres decidieron elevar un nuevo edificio. Con torres elevadas

hasta el cielo, arcos y grandes vidrieras, el templo religioso se construyó de manera que

fue el edificio más alto de todos.

Mucho más tarde se construyó la primera fábrica y las vías del tren pasaban por la

ciudad. El ambiente antes tan puro se ensució y los lamentos y protestas del bosque se

perdieron en el viento.

Los habitantes de la ciudad tardaron algún tiempo en restaurar el castillo y la ermita, y

más tarde, la iglesia. Mucha gente visitaba estos monumentos y la ciudad se enriqueció.

El tren de vapor no tardó demasiado en quedar en desuso, dejando paso a uno más

moderno. Las viejas fábricas fueron sustituidas por otras nuevas.

Pero el crecimiento de la población hizo que muchos animales tuvieran que emigrar al

corazón del bosque. Las aguas del río antes frescas, limpias y cristalinas, volvieron

turbias y oscuras. El aire, al principio puro, y que poco a poco se había ido ensuciando,

era escaso para el árbol y el resto de sus compañeros.

En el crepúsculo de un día cualquiera, sin apenas importancia, el árbol, resignándose a

morir, contempló por última vez el paisaje, para notar después como se le escapaba la

vida mientras la lluvia ácida caía sobre el lugar.

Bienvenidos al siglo XXI.

"Las prendas del viaje"

Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer…
A las seis en punto de la mañana el despertador sonó estridentemente como era de esperar, según la rutina. El hombre lo paró de un manotazo, medio dormido, con la sensación de no haber descansado nada. Como todos los días, a las 6.05 ya estaba en la ducha. A y veinte, completamente vestido preparando el desayuno. Como siempre, calentó un café mientras las tostadas, que, como era de costumbre echaría más tarde unas gotas de mermelada. Saltaban de la tostadora. Siguiendo el plan establecido, a las 6.35 tendría que haber estado ya en la calle camino del autobús que le llevaría al trabajo. Pero aquel día algo cambió.
Apenas abrió la puerta de casa, se topó con un mensajero que le traía un correo urgente. Sorprendido se quedo mirando la carta entre sus manos, al tanto que el mozo mensajero se apresuraba por la calle a continuar con su reparto. Sorprendido, leyó el remitente. María. La carta era breve pero precisa, milimetrada, como así era María: “Fernando, te tengo que dar la noticia. Ricardo y yo hemos tenido un bebé. Quique nació el pasado jueves 12. Es un niño precioso, ojalá pudieras conocerlo.” Hacía años que no tenía noticias de su hermana, y sin embargo, allí estaba la carta. Rompiendo sus horarios, sus esquemas y su coraza de autómata. Permaneció así durante un tiempo indefinido, meditabundo y con la mente en blanco. “¿Un bebé? ¿Ahora? ¿Y por qué me lo cuenta después de aquello…?” Al tiempo que su propio suspiro lo sacó de su ensimismamiento se dio cuenta del tiempo  pasado. Recogiéndose todo, echó a correr. “Perderé el autobús”. Demasiado tarde. Al llegar a la parada, el decrépito autobús se escaba de su encuentro. Turbado, Fernando se quedó boquiabierto sumido en su máximo desconcierto. En sus diez años de carrera laboral jamás había sido impuntual o descuidado en su trabajo, sea cual fuese la sucesión del día y la noche, del gélido invierto y del tórrido estío. María, María, María. Había tenido un sobrino, ¡un sobrino!, pronunciaba escupiendo las palabras. Siendo ella. Ella la que consiguió romper por completo su relación con Carolina, todos los propósitos de futuro. Ella la que aún conociendo el daño causado, se había causado con su gran amigo causando el posterior distanciamiento de ambos. El todo y la nada. Y a él le había tocado la nada. Tirándose de los pelos, pegando alaridos en medio de la calle y a punto de estallar en lágrimas, tomó una decisión. Cuando tenía dieciocho años, él y unos amigos habían planeado un viaje por Europa. Sin embargo, María sufrió justo la noche anterior a la partida un grave ataque de pulmonía. El viaje hecho cenizas y Europa, preciosa, en el mapa. En el hospital no dijo palabra, pero ambos conocían el motivo de la caída en la enfermedad y el rencor todavía se guardaba en la memoria…
Tiró los papeles del trabajo, rompiéndolos en mil pedazos en un arrebato infantil. Arrojó la corbata para después pisotearla. Lanzó el teléfono móvil rompiéndose éste en  varios fragmentos. Pues bien, si este accidente le había provocado su hermana, ahora él haría el viaje que esta le había impedido hacer años atrás. Y se puso a caminar. Caminó al lado de la carretera, errando, sin rumbo fijo. Deambuló durante horas en los arcenes de carreteras secundarias y, cuando lo sintió así, tomó un camino de tierra, enmarcado por inmensos trigales. Vacilaba en cuanto al destino de su particular viaje, pero el continuaba andando, disfrutando de sus pasos y su sola compañía. Aquellos senderos indecisos pronto desembocaron en un pueblo muy pequeño. Y en lo alto de un páramo una ermita oteaba el horizonte. Corrió hacia aquel alto, entre aquellas calles pueblerinas, ante la mirada atónita de algún que otro anciano que reposaban a las puertas de sus casas. Y llegó. El monumento sorprendía por su solidez en su cercana insignificancia.
-¡Muchacho! ¿Qué contemplas, eh?- preguntó una señora aparecida de la nada.
-Me pareció hermosa vista, este monumento-titubeó.
La mujer, entrada en años, rió descaradamente.
-Petra, mi nombre es Petra, y yo soy la guardiana de tu monumento- pronunció pícaramente para después estallar en carcajadas con desparpajo.
Fernando, sintiéndose azorado, se encogió de hombros. Petra más seria, habló:
-Supongo que querrás que te enseñe la iglesia esta.
-Si pudiera ser…
-Puede.
Aquella ermita nimia, poseía la más bella sencillez. Los gruesos muros, las frías rocas, los toscos bancos,… incluso el pequeño retablo y el sagrario se integraban en el todo que parecía tener sus raíces en la tierra misma. La misma hierba parecía acariciar el santuario. La misma voz de Petra se erigía suavemente…
-Fernando- le provocó un sobresalto.
-¿Cómo sabe usted mi nombre?-preguntó asombrado.
-Ey, ¿cómo no acordarme de ti y de tu hermana? Erais pequeños cuando veníais por aquí. Tu solías quedarte tonto con este sitio. Corristeis mucho por estas tierras. Pero jóvenes marchasteis.
Al hombre, desarmado, le acontecieron los recuerdos. Petra no había dicho ni una sola mentira. En la temprana infancia, en el seno de la familia reunida, ¿cómo olvidarlo? La felicidad de la inocencia siempre hace florecer una sonrisa en los labios.
La mujer lo llevó al pueblo para alojarlo y que probase la buena comida. Había abierto una discreta casa rural, donde comió, bebió y filosofó con otros turistas hasta que cansado se fue a dormir, lo que fue un sueño muy dulce. A la mañana siguiente Petra lo despidió con cariño:
-Fernando, cuídate, solo te digo eso. Como pago si así quieres, bah, solo por lo de la ermita, dame una prenda.
Qué extraño pago le pedía, mas aceptó agradecido el poderla compensar. Como el tiempo aún siendo fresco, era templado, le regaló su chaqueta pues no la necesitaría.
Volvió a la carretera, dejando atrás los polvorientos senderos, previamente indicados por los aldeanos, pero poco tiempo estuvo errando. Apareció un coche medio destartalado, que redujo la velocidad al verlo. Frente a frente, miró a sus dos ocupantes. Dos jóvenes estudiantes, uno griego y otro italiano, cuyos nombres no consiguió pronunciar, le sonrieron extrañamente, tal vez les pareció divertido verlo así. Se ofrecieron a llevarlo. De esta manera, llegó desaliñado y confundido a calles salmantinas. Fantaseó dando vueltas por la ciudad, por el centro, llegando a la famosa fachada de la universidad. Se entretuvo buscando la rana, viendo la gente pasar, hasta que un hombre anciano, de traje y con gafas, se le acercó.
-Usted no corresponde ni al turista ni al ciudadano paseante típico- le dijo.
-No sé ni cómo he llegado aquí.
-Fernando yo le esperaba más pronto.
Aún más sorprendido, el hombre joven se quedó perplejo al oir su nombre y balbuceó el de aquel que le parecía reconocer.
-¿Profesor Valentín Sánchez Herrero?
El hombre asintió. Había sido su profesor en la carrera, cuando estudiaba en la ciudad, ya bastante tiempo atrás.
-Fernando, me sorprende verlo así y con tanta tardanza. Mi jubilación y mis años me pesan, pero una cosa tengo clara: los alumnos brillantes siempre vuelven cuando alcanzan sus metas, a recordar sus comienzos. A usted no creo que le haya ido mal, por lo que le digo ¡qué tarde vuelve! Vanaglóriese de sus éxitos pero no olvidé donde, como usted y yo sabemos, se hizo un hombre libre.
Fernando le dio las gracias aceptándole el consejo y dándole toda la razón.
-No me dé las gracias. Págueme, con una prenda es suficiente, que era el último ex alumno con quien esperaba reencontrarme.
El joven se quitó el cinturón y se lo dio feliz. Se quedó junto al profesor unos minutos, obedeciéndolo y haciendo memoria, inundándose de recuerdos. El antiguo profesor se ofreció a llevarlo a Atapuerca si quería, donde iba a visitar a un amigo que allí trabajaba. Fernando sintió la necesidad inminente de aceptar la invitación, igual que por accidente había comenzado tal viaje. Tras un viaje curiosamente corto, parando por necesidad a dormir en una pensión de cucarachas, llegaron a su destino. En la excavación se quedó solo. Se sintió incómodo entre tierra, huesos e incesantes vaivenes de científicos. Las piedras parecían susurrar una lengua desconocida, los muertos descompuestos, levantarse de una sola pieza.
Apareció una de esas científicas. Una joven morena, de labios prietos y ojos oscuros seguros de si mismos.
-¿Y tu quién eres?
Fernando le contó como había llegado con el profesor. Se presentó educadamente. Ella suavizó la expresión.
-Yo soy Paula. Termino aquí mi trabajo de fin de carrera. Me han mandado a preguntar por el extraño que aquí ha aparecido. Te enseñaré esto si quiere. Hoy no tengo mucho que hacer.
Datos, cifras, huesos, muertos muy vivos, vivos muy muertos. Todo el peso del pasado caía armoniosa y desconcertantemente allí. Todo lo anterior estaba presente. Al finalizar la visita, Paula sonrió con picardía.
-Te voy a pedir un pago, una prenda. Algo tuyo que quieras darme por esto que yo te he dado.
El hombre ya no entendía nada, pero no dudó en regalarle sus zapatos. Ni siquiera se arrepintió cuando volvió a estar caminando por carreteras secundarias, con un único hilo de pensamientos en su cabeza…
…María…Llegaré más tarde o más temprano a Madrid. Tú me sonreirás al verme. Yo tan solo te daré las gracias por provocarme este viaje que tanto me ha dado que pensar. Te diré que tu hijo es bello, aunque sea más feo que Picio. No diré ni una sola palabra de más. Y cuando haya terminado, volveré por donde he venido…

lunes, 26 de noviembre de 2012

Un capricho

Se que no soy buena poeta, pero esto es un capricho:


Una tarde soleada,
una mañana inspirada,
un atardecer radiante
y un amanecer penetrante.

El sol deslumbrando
la mirada
que va buscando
la luz eclipsada.

Rozar con los dedos
el rayo mimoso
que aterriza feroz
altanero u odioso.

¡Sol!
Gritan mis entrañas.
¡Luz!
Grita mi alma.