jueves, 28 de febrero de 2013

"Las prendas del viaje"

Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer. Dormir trabajar comer…
A las seis en punto de la mañana el despertador sonó estridentemente como era de esperar, según la rutina. El hombre lo paró de un manotazo, medio dormido, con la sensación de no haber descansado nada. Como todos los días, a las 6.05 ya estaba en la ducha. A y veinte, completamente vestido preparando el desayuno. Como siempre, calentó un café mientras las tostadas, que, como era de costumbre echaría más tarde unas gotas de mermelada. Saltaban de la tostadora. Siguiendo el plan establecido, a las 6.35 tendría que haber estado ya en la calle camino del autobús que le llevaría al trabajo. Pero aquel día algo cambió.
Apenas abrió la puerta de casa, se topó con un mensajero que le traía un correo urgente. Sorprendido se quedo mirando la carta entre sus manos, al tanto que el mozo mensajero se apresuraba por la calle a continuar con su reparto. Sorprendido, leyó el remitente. María. La carta era breve pero precisa, milimetrada, como así era María: “Fernando, te tengo que dar la noticia. Ricardo y yo hemos tenido un bebé. Quique nació el pasado jueves 12. Es un niño precioso, ojalá pudieras conocerlo.” Hacía años que no tenía noticias de su hermana, y sin embargo, allí estaba la carta. Rompiendo sus horarios, sus esquemas y su coraza de autómata. Permaneció así durante un tiempo indefinido, meditabundo y con la mente en blanco. “¿Un bebé? ¿Ahora? ¿Y por qué me lo cuenta después de aquello…?” Al tiempo que su propio suspiro lo sacó de su ensimismamiento se dio cuenta del tiempo  pasado. Recogiéndose todo, echó a correr. “Perderé el autobús”. Demasiado tarde. Al llegar a la parada, el decrépito autobús se escaba de su encuentro. Turbado, Fernando se quedó boquiabierto sumido en su máximo desconcierto. En sus diez años de carrera laboral jamás había sido impuntual o descuidado en su trabajo, sea cual fuese la sucesión del día y la noche, del gélido invierto y del tórrido estío. María, María, María. Había tenido un sobrino, ¡un sobrino!, pronunciaba escupiendo las palabras. Siendo ella. Ella la que consiguió romper por completo su relación con Carolina, todos los propósitos de futuro. Ella la que aún conociendo el daño causado, se había causado con su gran amigo causando el posterior distanciamiento de ambos. El todo y la nada. Y a él le había tocado la nada. Tirándose de los pelos, pegando alaridos en medio de la calle y a punto de estallar en lágrimas, tomó una decisión. Cuando tenía dieciocho años, él y unos amigos habían planeado un viaje por Europa. Sin embargo, María sufrió justo la noche anterior a la partida un grave ataque de pulmonía. El viaje hecho cenizas y Europa, preciosa, en el mapa. En el hospital no dijo palabra, pero ambos conocían el motivo de la caída en la enfermedad y el rencor todavía se guardaba en la memoria…
Tiró los papeles del trabajo, rompiéndolos en mil pedazos en un arrebato infantil. Arrojó la corbata para después pisotearla. Lanzó el teléfono móvil rompiéndose éste en  varios fragmentos. Pues bien, si este accidente le había provocado su hermana, ahora él haría el viaje que esta le había impedido hacer años atrás. Y se puso a caminar. Caminó al lado de la carretera, errando, sin rumbo fijo. Deambuló durante horas en los arcenes de carreteras secundarias y, cuando lo sintió así, tomó un camino de tierra, enmarcado por inmensos trigales. Vacilaba en cuanto al destino de su particular viaje, pero el continuaba andando, disfrutando de sus pasos y su sola compañía. Aquellos senderos indecisos pronto desembocaron en un pueblo muy pequeño. Y en lo alto de un páramo una ermita oteaba el horizonte. Corrió hacia aquel alto, entre aquellas calles pueblerinas, ante la mirada atónita de algún que otro anciano que reposaban a las puertas de sus casas. Y llegó. El monumento sorprendía por su solidez en su cercana insignificancia.
-¡Muchacho! ¿Qué contemplas, eh?- preguntó una señora aparecida de la nada.
-Me pareció hermosa vista, este monumento-titubeó.
La mujer, entrada en años, rió descaradamente.
-Petra, mi nombre es Petra, y yo soy la guardiana de tu monumento- pronunció pícaramente para después estallar en carcajadas con desparpajo.
Fernando, sintiéndose azorado, se encogió de hombros. Petra más seria, habló:
-Supongo que querrás que te enseñe la iglesia esta.
-Si pudiera ser…
-Puede.
Aquella ermita nimia, poseía la más bella sencillez. Los gruesos muros, las frías rocas, los toscos bancos,… incluso el pequeño retablo y el sagrario se integraban en el todo que parecía tener sus raíces en la tierra misma. La misma hierba parecía acariciar el santuario. La misma voz de Petra se erigía suavemente…
-Fernando- le provocó un sobresalto.
-¿Cómo sabe usted mi nombre?-preguntó asombrado.
-Ey, ¿cómo no acordarme de ti y de tu hermana? Erais pequeños cuando veníais por aquí. Tu solías quedarte tonto con este sitio. Corristeis mucho por estas tierras. Pero jóvenes marchasteis.
Al hombre, desarmado, le acontecieron los recuerdos. Petra no había dicho ni una sola mentira. En la temprana infancia, en el seno de la familia reunida, ¿cómo olvidarlo? La felicidad de la inocencia siempre hace florecer una sonrisa en los labios.
La mujer lo llevó al pueblo para alojarlo y que probase la buena comida. Había abierto una discreta casa rural, donde comió, bebió y filosofó con otros turistas hasta que cansado se fue a dormir, lo que fue un sueño muy dulce. A la mañana siguiente Petra lo despidió con cariño:
-Fernando, cuídate, solo te digo eso. Como pago si así quieres, bah, solo por lo de la ermita, dame una prenda.
Qué extraño pago le pedía, mas aceptó agradecido el poderla compensar. Como el tiempo aún siendo fresco, era templado, le regaló su chaqueta pues no la necesitaría.
Volvió a la carretera, dejando atrás los polvorientos senderos, previamente indicados por los aldeanos, pero poco tiempo estuvo errando. Apareció un coche medio destartalado, que redujo la velocidad al verlo. Frente a frente, miró a sus dos ocupantes. Dos jóvenes estudiantes, uno griego y otro italiano, cuyos nombres no consiguió pronunciar, le sonrieron extrañamente, tal vez les pareció divertido verlo así. Se ofrecieron a llevarlo. De esta manera, llegó desaliñado y confundido a calles salmantinas. Fantaseó dando vueltas por la ciudad, por el centro, llegando a la famosa fachada de la universidad. Se entretuvo buscando la rana, viendo la gente pasar, hasta que un hombre anciano, de traje y con gafas, se le acercó.
-Usted no corresponde ni al turista ni al ciudadano paseante típico- le dijo.
-No sé ni cómo he llegado aquí.
-Fernando yo le esperaba más pronto.
Aún más sorprendido, el hombre joven se quedó perplejo al oir su nombre y balbuceó el de aquel que le parecía reconocer.
-¿Profesor Valentín Sánchez Herrero?
El hombre asintió. Había sido su profesor en la carrera, cuando estudiaba en la ciudad, ya bastante tiempo atrás.
-Fernando, me sorprende verlo así y con tanta tardanza. Mi jubilación y mis años me pesan, pero una cosa tengo clara: los alumnos brillantes siempre vuelven cuando alcanzan sus metas, a recordar sus comienzos. A usted no creo que le haya ido mal, por lo que le digo ¡qué tarde vuelve! Vanaglóriese de sus éxitos pero no olvidé donde, como usted y yo sabemos, se hizo un hombre libre.
Fernando le dio las gracias aceptándole el consejo y dándole toda la razón.
-No me dé las gracias. Págueme, con una prenda es suficiente, que era el último ex alumno con quien esperaba reencontrarme.
El joven se quitó el cinturón y se lo dio feliz. Se quedó junto al profesor unos minutos, obedeciéndolo y haciendo memoria, inundándose de recuerdos. El antiguo profesor se ofreció a llevarlo a Atapuerca si quería, donde iba a visitar a un amigo que allí trabajaba. Fernando sintió la necesidad inminente de aceptar la invitación, igual que por accidente había comenzado tal viaje. Tras un viaje curiosamente corto, parando por necesidad a dormir en una pensión de cucarachas, llegaron a su destino. En la excavación se quedó solo. Se sintió incómodo entre tierra, huesos e incesantes vaivenes de científicos. Las piedras parecían susurrar una lengua desconocida, los muertos descompuestos, levantarse de una sola pieza.
Apareció una de esas científicas. Una joven morena, de labios prietos y ojos oscuros seguros de si mismos.
-¿Y tu quién eres?
Fernando le contó como había llegado con el profesor. Se presentó educadamente. Ella suavizó la expresión.
-Yo soy Paula. Termino aquí mi trabajo de fin de carrera. Me han mandado a preguntar por el extraño que aquí ha aparecido. Te enseñaré esto si quiere. Hoy no tengo mucho que hacer.
Datos, cifras, huesos, muertos muy vivos, vivos muy muertos. Todo el peso del pasado caía armoniosa y desconcertantemente allí. Todo lo anterior estaba presente. Al finalizar la visita, Paula sonrió con picardía.
-Te voy a pedir un pago, una prenda. Algo tuyo que quieras darme por esto que yo te he dado.
El hombre ya no entendía nada, pero no dudó en regalarle sus zapatos. Ni siquiera se arrepintió cuando volvió a estar caminando por carreteras secundarias, con un único hilo de pensamientos en su cabeza…
…María…Llegaré más tarde o más temprano a Madrid. Tú me sonreirás al verme. Yo tan solo te daré las gracias por provocarme este viaje que tanto me ha dado que pensar. Te diré que tu hijo es bello, aunque sea más feo que Picio. No diré ni una sola palabra de más. Y cuando haya terminado, volveré por donde he venido…

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