jueves, 28 de febrero de 2013

"El toro"


Cuando yo fui pequeño, los niños del pueblo pasamos las horas en la calle y muchas veces nos alimentamos de sueños, juegos y alegría. En aquella época todo fue posible. Pues no tuvimos la experiencia necesaria para demostrar lo contrario. Entre risas crecimos. Entre risas empezamos a  mirar a nuestro alrededor. Entre risas recorrimos medio mundo y fuimos quienes queríamos ser. Los días de diario fuimos a la escuela, para escuchar largas lecciones de matemáticas, lengua,… Aguardamos, impacientes la mayoría de las veces, desesperanzados otras tantas, la hora de poder volver a la calle. Y continuar riendo. Y continuar soñando. Y continuar jugando. Pero por propia experiencia puedo decir que todo no fue un camino de rosas. Como todo ser humano lloré. Y vaya que si lloré: cuando llegaba tarde a casa, sartenazo de la abuela; llegaba tarde a comer, reprimenda de la madre; desobedecía todo lo anterior, castigo y manotazo del padre. Ciertamente en la calle pasamos el tiempo sin tener noción de él. Así que, siempre tarde y siempre sartenazo, reprimenda y de un manotazo castigado. Supongo que a los otros chicos no les fue mucho mejor. Todo ello fue un gran vendaval que barrió toda sonrisa y provocó llantos, llantos y tristeza. Recuerdo especialmente una vez que lo pasé realmente mal:
Ocurrió en  la primera semana de diciembre. Lo que empezaron siendo unos finísimos copos acabó en un espeso manto de nieve. Se nos pusieron los dientes largos solo ver el resplandor cegador y la capa inmaculada. Todos salimos corriendo a la calle y emprendimos una batalla de bolas de nieve. Ese día no hubo escuela y la alegría no pudo ser mayor. Pasado el fervor inicial, nos dirigimos al prado de las amapolas. Yo al principio refunfuñando. Ser el hermano mayor implica una serie de inconvenientes como tener que llevar a rastras a tu hermana pequeña. Mas la blanca nieve compensó todos los males. Aquel prado, llamado el de las amapolas pues en primavera se cubría de centenares de ellas, nos deslumbró especialmente. Lo creímos la encarnación de la belleza o de alguna divinidad. Eso no importó. A lo que si dimos importancia, que nos hizo lucir una sonrisilla diabólica, fue al hecho de tener ante nosotros un vasto prado ahogado en la nieve, con un enorme toro intentando pastar, en vano, en el centro. A la carrera, todos bombardeamos al animal con bolas de nieve (muchas veces hielo por la compactación). El asustado toro, por los impactos de la nieve-hielo y nuestro jolgorio, empezó a alterarse y mostrar sus cuernos ante la amenaza. Antes de que pudiera terminar su defensa, salimos todos corriendo en diversos sentidos. Había corrido ya un buen rato en el momento en el que me paré en seco y recordé que llevaba a mi hermana de carga. Me quedé solo y atemorizado por lo que le hubiera podido pasar. Empecé a llamarla por todas partes y preocuparme por su ausencia. Los demás desaparecieron. Y a mí se puso la carne de gallina solo pensar la bronca que me echarían en casa si decía que había perdido a mi hermana. Ya lo vi: sartenazo, reprimenda y de un manotazo (o dos, o tres, en este caso) media vida castigado. ¿Por dónde rondó mi pequeña y estúpida hermana? No paré de buscarla. Si en el fondo, aunque me costó mucho reconocerlo, quise a esa pequeñaja con eterna cara de muñeca rota. Si la pasaba algo, sería el primero en romper a llorar. Estuve al borde del verdadero llanto, pero allí apareció, detrás de un árbol y riéndose de cómo el toro quedó amarrado por los cuernos entre troncos caídos. Le dije que nos fuéramos cuanto antes de ese lugar. Esperé que el incidente pudiera pasar desapercibido…

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